La muerte, siendo una parte inevitable de la vida, ha sido uno de los misterios más dolorosos que los humanos enfrentamos desde tiempos antiguos. A lo largo de la historia, las perspectivas y enfoques hacia la muerte han variado considerablemente, influidos por la cultura y las creencias de cada sociedad.
En Perú, las prácticas funerarias también han experimentado diversas transformaciones. Con la introducción de la religión europea, se adoptó la costumbre de enterrar a los difuntos en las capillas de los pueblos. Sin embargo, esta práctica eventualmente generó problemas debido a la limitada capacidad de estos espacios para albergar a una gran cantidad de difuntos, quienes compartían, sin saberlo, su espacio de vida y muerte.
Algunos textos señalan que en países europeos, este tipo de entierros resultaba en emisiones de olores putrefactos que contaminaban el aire y propiciaban la propagación de enfermedades debido a la descomposición de los cuerpos. En respuesta a esto, durante la época colonial, el rey Carlos III ordenó que los entierros se realizaran fuera de las murallas de las ciudades.
En el contexto peruano, hacia 1808, este problema ya había sido reconocido en Lima, donde se inició la construcción del cementerio Presbítero Maestro, con el propósito de abandonar la práctica de utilizar los espacios de las iglesias como lugares de entierro. No pasó mucho tiempo antes de que en Cusco también se contemplara un espacio similar. Así fue como surgió el Cementerio de la Almudena, el más antiguo de la ciudad imperial.
El “Cementerio de la Almudena” recibe su nombre por su ubicación junto a la plaza y al costado del templo de la Almudena. En la ciudad del Cusco, a partir de la mitad del siglo XIX, se emprendió la construcción de cementerios extramuros. Una de las razones detrás de esta iniciativa fue la disposición de la corona española, que a principios del siglo XIX prohibió los entierros en el interior de los templos debido a que estos se convertían en focos de epidemias.
La construcción del cementerio de la Almudena comenzó en 1846 y fue inaugurado en 1850, según lo indica la inscripción en el portón de rejas. En ese tiempo, el General José Medina, prefecto del Cusco, desempeñó un papel fundamental no solo como impulsor de la edificación, sino también encargándose personalmente de trasladar a los difuntos al cementerio, utilizando incluso balas de fusil, ya que consideraba que seguir enterrando en los templos era una práctica antihigiénica.
La puerta del cementerio, diseñada como un templo, sigue los patrones del templo de San Agustín, que fue bombardeado por orden del general Gamarra.
Con 168 años de antigüedad, este cementerio alberga entre 30 y 50 mil cadáveres, sin distinción de clase social, disputándose un espacio en este recinto funerario.
La capilla de “Santo Roma”, construida en 1802 durante el gobierno episcopal de Bartolomé María de la Heras, posteriormente se utilizó para ritos funerarios previos a los entierros.
La distribución del cementerio es variada, con pabellones dedicados a santos y mártires de la iglesia, columbarios, osarios, el Campo Santo que ha sido modificado en el presente, así como mausoleos particulares de familias económicamente poderosas en la época republicana y personajes históricos. Entre los notables enterrados se encuentran el ex-alcalde Dr. Daniel Estrada Pérez (considerado modernizador de la ciudad del Cusco), Emiliano Huamantica (Dirigente sindical), Clorinda Matto de Turner (escritora cusqueña), Cosme Pacheco Teniente Coronel de caballería del regimiento Húsares de Junín, Serapio Calderón (ex-Presidente de la República), entre otros. Además, destacan familias importantes como Latorre-Romanville, Tejeira, Vargas, grandes terratenientes del Cusco.